El pibe, rubio y grandote, de tranco lento llegó de la mano de su padre. Y ese mandato terminó durando para toda la vida. Don Markotic, un inmigrante croata, le entregaba a Jorge Newbery a su misma sangre. No importaba la edad, ni se miraba el documento pero se notaba que el chiquilín no era un jugador más. Quizás no lucía virtuoso como buena parte de sus compañeros pero derrochaba liderazgo; imponía presencia y se convertía en temerario cuando había que pelarse las rodillas hasta el alma. Ahí en la tierra áspera de la Loma no se permitía saltar ante la embestida; se estilaba más bien, mostrarle los dientes a los rivales.
Simplemente, el Ruso era Newbery. Un tipo admirable, de “los de antes”; que lo daba todo y que asumían que la camiseta era lo más sagrado. Capaz de pelearse con un ejército y motivar sin psicólogos, hablar fuerte en el vestuario con un tono firme hacía que cualquiera se sintiera un profesional.

Vivía en calle Necochea, después en la calle Andino Cayelli y en los últimos años en Rada Tilly. Llegó a codearse con notables de potrero como el “Chino” Alvarez, Bonfili, Marcos León y los hermanos Torrijos; dio vueltas olímpicas y fue testigo de los tiempos de tierra y de la histórica tribuna popular con tablones, hoy ampliada por el cemento de la modernidad.
Los tatuajes no eran una moda. Y sin embargo Antonio Emilio Markotic tenía a Newbery escrito en el corazón, dedicó su vida a custodiar la media cancha y se cansó de marcar goles de cabeza, imponiendo su altura y su fortaleza gringa en las áreas. Estar enfrente no era para tibios. No se aceptaban los empujones como un gesto belicoso porque todas las diferencias se resolvían, a veces ejerciendo un poder correctivo convincente. Ley del rigor pero con códigos de barrio.
El “Ruso” Markotic fue el capitán y el rostro de Newbery durante décadas; jamás jugó en otro club, ni siquiera lo pensó y mucho menos, salteó a la otra vereda. Libró batallas contra las figuras del Huracán del ’70; jugó en la Selección de la Liga de Comodoro y también mostró sus cualidades, jugando al básquet en el club Domingo Savio, una disciplina en la que brilló Emilia, una de sus dos hermanas.
Después del fútbol llegaron la familia y el trabajo. Se desempeñó como inspector de la empresa Tipsa, vivió en Tartagal y en Río Grande hasta que posteriormente fue subgerente y gerente hasta su jubilación en la industria petrolera. Era propietario de una ferretería y desde hace algunos años, había decidido volver a su viejo amor e inclusive alentando al “Lobo” con mensajes positivos en las redes. Hace pocos días en la previa del clásico, Markotic recibió la más grande demostración de amor y admiración que podía tributarle el club: imponer su nombre a un sector de plateas que hace décadas, comenzó a construir casi en el mismo lugar su padre, el mismo que llevaba frutas para los jugadores y que seguía cada partido de Newbery detrás del alambrado con un sentimiento único.
“No me preguntés eso porque está mi señora”, bromeó ante la pieza más incomprobable de su anecdotario, el uso de alfileres en los corners, un mito futbolero que se terminó llevando. Tenía 72 años, salía de un tratamiento oncológico y en silencio, cerró los ojos llenos de azul y blanco. Honrado por el homenaje y con don Markotic haciéndole un guiño. Porque el “Ruso” lo hizo todo y su recuerdo vivirá siempre en el lugar que más quería.
Ismael Tebes
Especial para Mamba Sports