No había conqué darle al Diez porque con la pelota parecía indescifrable. Diego Maradona era en sí, la propia película de sí mismo. Con él como protagonista. El fútbol mismo lo resumía, inclinándose a sus pies. Y como argentinos de bien, valoramos que haya sido “de los nuestros”; el héroe sin fusil que le mojó la oreja a los ingleses; un prócer deportivo sin igual, inmortal y sonriente; vanidoso, pobre con sueños de riqueza y un rico que nunca dejó de reconocer el barro.
Es fuerte no tenerlo, hablar de él en tiempo pasado. El 30-10-60 permanece tatuado en la piel de muchos maradonianos. Es raro no verlo metido en alguna polémica mediática; con hijos que vienen y van; con disputas palaciegas y tratando de hilvanar con esfuerzo, las pocas palabras de sus últimos tiempos.
Diego terminó siendo un Dios terrenal; pagano, un tipo privilegiado; tocado por la varita en el medio de una villa de Fiorito. El morenito que de entrada, desafío a los ricos y que estando arriba, bien arriba llenó de orgullo a los más pobres. Maradona fue el ícono, el jugador más emblemático que haya pisado cancha alguna. El villano que resiste a la muerte misma, porque su mito está en pañales y su magia se multiplicará en el tiempo mientras haya un “10” y la cinta de capitán en alguien que lo merezca.
Los “Messinistas” de la play quizás no tuvieron el privilegio generacional de verlo volar por los aires; evitando las patadas karatecas de los coreanos en el Mundial de Italia; con los tobillos dos números más grandes, haciendo el gol ante los griegos en su última escala mundialista en EEUU; el mismo que cerró entre lágrimas llevado de la mano por aquella odiosa enfermera, hija de la traición.
Ni Víctor Hugo, el artista, lo hubiera descrito mejor. Aquel “genio del fútbol mundial” desparramó ingleses; burló a los piratas con los huevos de los colimbas que murieron en Malvinas y se rió en la cara del falso León, refregándoles la trampa por la cara. Y ese día, los argentinos sentimos con él, al puño más apretado que nunca. Fuimos imbatibles.
El Diez no morirá jamás. Mientras haya un pibe pateando una pelota; siempre que una red se embarace, caprichosa y cada vez que irrumpa un túnel en cualquier potrero de Argentina estará su alma dando vueltas, pidiendo una más y reclamando el aplauso.
En ésta parte, la más redonda del continente, no nos caracterizamos por tener memoria. Y objetamos al ídolo, lo castigamos impiadosamente y le negamos cualquier desliz, como si vivir con semejante mochila fuera una cosa sencilla. Haber sido Maradona, te la regalo. Los flashes; la idolatría 24×7; el fanatismo extremo, la intolerancia y el agarre físico que tanto solía incomodarlo, le negaron el anonimato que por unos minutos quizás le hubiera gustado tener. Se hubiera merecido caminar un día cualquiera por la calle Corrientes, comprando zapatillas o comiéndose una porción de pizza con fainá; viendo una película llenándose la boca de pochoclos y volverse en bondi como cualquier hijo de vecino.
No era fácil ser Maradona. Que lo señalaran con el dedo; que lo alejaran de las malas tentaciones; de las miradas envidiosas y de las paternidades que terminó asumiendo, ya de éste lado de la vida. Tantas veces lo mataron igual cantidad de veces, resucitó.
El “Me equivoqué y pagué pero la pelota no se mancha” fue fenomenal, de antología. Resultó la manera más eficaz y sincera de pedir perdón, por si hiciera falta; un gesto terrenal y un resúmen casi perfecto de su vida en constante sube y baja.
La Claudia, aquel “Yo te propongo” de Roberto Carlos; los asados de Chitoro y los mimos de la Tota; los botines Puma; los jueguitos con cualquier forma redonda que se le cruzara; su pinta en las cámaras de “La Noche del Diez”; las sorpresas y las visitas inesperadas; las ayudas de las que nadie se enteró; los picos con Cóppola; el pase a Caniggia ante los brasileños; su odio a Havelange; su época de gordura y pelo platinado; su talento desplegado a pleno en el Mundial Juvenil de Japón; los rulos que lo identificaban; su debut adolescente en la Selección; aquel Argentinos del estreno; sus idas y vueltas con Pelé; sus tapados de piel y sus habanos; el amor fraternal con Fidel Castro y con el pueblo cubano; su pasión por Boca y su enorme sabiduría para resumir al fútbol con extrema simpleza. El Nápoli con una región rendida a sus pies; su orgullo por los colores; las puteadas a los italianos por silbar el himno; Dalma y Giannina en todos lados, hasta en sus brazos; los excesos que más de una vez lo dejaron al borde de la muerte; los amigos “discutibles” y los que lo quisieron bien. ¿Qué más se le podría pedir?. ¿Cuánto más podía resistir aquel cuerpo debilitado?. Nadie se sintió ajeno a su adiós tan profundo, equivalente al de un amigo que ni siquiera conocíamos pero que nos llenaba el corazón. Ese era el Diez, un tipo que solía vivir rodeado de personas pero sumido casi siempre en la más profunda soledad. Era feliz solamente cuando respiraba el aroma del pasto futbolero y cuando su pie zurdo, acariciaba a esa amiga fiel que lo extrañaba. La que nunca lo dejó de a pie, la que lo entendió mejor que nadie. Por algo los grandes amores jamás se terminan. Apenas mueren cuando se los echa al olvido. Y eso jamás pasará.
Foto Diario Jornada.
Especial por Ismael Tebes (*)
(*) Periodista comodorense que entrevistó a Diego Maradona el 7 de diciembre del 2007.









